jueves, 2 de febrero de 2012

Voy hablarles de un perro



Un perro que se destacó por haber alimentado su existencia con el pan de la lealtad.. 
Corría la década del 60 cuando comenzó esta inolvidable historia. Un hombre de campo, don Facundo Ferro, con su perro, llamado Gaucho, residían en Villa del Carmen (localidad del departamento de Durazno, Uruguay), y los dos conformaban el ensamble perfecto del hombre y el animal. 
Facundo era ya mayor, de salud delicada, solitario, sin parentela conocida, y consideraba al Gaucho su único familiar. El Gaucho correspondía a esa deferencia con su incondicional compañía. 
Pero, un día, una enfermedad vino a interferir en tan sincera amistad. De repente, Facundo, se sintió mal y necesitó urgente atención médica. En un viejo jeep un vecino lo llevó al Hospital Doctor Emilio Penza, de Durazno (capital del departamento del mismo nombre). El diagnóstico, crudo y directo, no dejó margen a la duda: 
- ¡Es grave! -dijo el médico con total certeza. 
Entretanto, el Gaucho, presintiendo el manotazo de la desgracia, escuchó el llamado de la fidelidad y salió detrás del jeep que transportaba a Facundo. Sin miedo se enfrentó a la distancia: atravesó terrenos ariscos, intratables breñas, pinchudos pajonales y severos bañados. Desoyendo la tentación del cansancio recorrió 52 kilómetros, hasta que el olfato lo plantó en el lugar donde estaba su amigo del alma. 
Con la ansiedad galopando en el pecho, merodeó vacilante por los alrededores. Aunque, la misma ansiedad lo apeó de la indecisión, y un arranque de urgencia lo impulsó a adentrarse en lo desconocido. Guiado por su infalible olfato, desembarcó directamente en la sala dónde Facundo luchaba contra la muerte. Debajo de la cama del amigo, el Gaucho instaló su angustia. 
Poco tardó el personal del hospital en descubrirlo. No obstante, conmovidos por la mansedumbre, la soledad y el amor a su dueño, decidieron aceptarlo cual un familiar que acompañaba a su enfermo. Sin embargo, eso no lo libró de algunas expulsiones. Pero él siempre volvía con la cabeza gacha, andando sin ruido. Y otra vez su mirada apacible y los movimientos mesurados, derretían la rigurosidad de enfermeras, médicos y demás pacientes. Y, contra toda lógica sanitaria, lo dejaban ocupar su sitio favorito; abajo del lecho de Facundo. 
Todo iba bien; el personal disimulaba y el perro se hacía querer. 
Hasta que la muerte desconsiderada entró en la sala, ¡y con certero guadañazo le cortó a Facundo el hilo de la vida! Facundo murió casi pidiendo disculpas, discretamente; sin exhalar un sólo quejido. 
El Gaucho lanzó un aullido y saltó a la cama a lamer la cara de su dueño. Llorando desconsolado, el pobre se apretó al pecho del difunto, como si le rogara que lo llevara con él. 
Impactados por la aflicción del can, los presentes lagrimearon con el corazón tiritando entre las manos. 
Durante el velatorio, los ojos tristes del Gaucho, agradecieron en silencio la presencia de quienes se arrimaron a compartir su dolor. 
Con las orejas caídas, mirada somnolienta y andar cansino, el Gaucho acompañó a Facundo hasta su destino final. Cabizbajo presenció el enterramiento. Después, entre lastimeros sollozos se echó sobre la sepultura, y ahí se quedó; junto al hombre que tanto lo amó y que él tanto amara. 
Pasaron las horas y pasaron las jornadas, y el Gaucho seguía allí; sin comer ni beber, nutriéndose de su interminable lealtad.

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